La educación, el camino de dos jóvenes refugiados para transitar del miedo a la esperanza

9 septiembre, 2022

Como todo lo malo, la situación en la ciudad de San Salvador, en El Salvador, fue empeorando poco a poco. En 2019, la violencia ocasionada por las pandillas llegó a tal nivel, que poner un negocio, salir a la calle o utilizar el transporte público se convirtió en un riesgo.

Así es como lo cuenta Nathaly Raquel Machado Velasco, de 25 años, cuya vida, al igual que el agua se calienta hasta hervir, fue cambiando gradualmente a causa de la violencia. Primero, dejó la escuela; luego renunció a su trabajo y finalmente decidió dejar de salir a la calle: su rutina se volvió un constante temor a ser secuestrada por las pandillas.

Ese día de mayo, ella y su esposo Enrique López, de 29 años, tomaron una decisión: había que dejar el país y había que hacerlo ya.

“Mi esposo tuvo problemas con estos grupos (las pandillas) y mi familia también, por eso llegamos a la conclusión de que, si nos quedábamos ahí, en mi país, nunca íbamos a lograr nada: ni él iba a poder poner un negocio o algo porque lo iban a molestar, ni yo no podía salir a estudiar o andar libre en la calle, porque o te roban o te secuestran… no se podía”, cuenta en entrevista con ONU Noticias en Español.

“Allá no se puede andar sola en el bus porque ellos se acercan y te dicen cosas. Lo que queríamos evitar es que me preguntaran algo y yo negarme porque si tú te negabas, te podía pasar algo, te podían agarrar a la fuerza”, recuerda. 

Así que Nathaly y Enrique empacaron unas pocas pertenencias, abordaron un autobús que los llevó hasta Guatemala y luego cruzaron a pie la frontera sur de México, por Palenque, donde ya los esperaban familiares. Finalmente se sentían a salvo, pero el largo camino para integrarse a un nuevo país y a otra cultura, apenas había comenzado.

Su deseo: convertirse en ingeniero

Originario de la isla Margarita, al oriente de Venezuela, Andrés Rafael Escala Acosta, de 21 años, extraña la espaciosidad de la también llamada “perla del Caribe”, la calidez de sus paisanos, y el color azul turquesa del mar que pintaba sus días y lo seguía a cualquier lado que volteara. A pesar de ello, su mayor deseo es estudiar para convertirse en ingeniero, lo que lo obligó a emigrar de su país.

“Llegué a México la última semana de 2018 como refugiado humanitario, huyendo de mi país. Salí por la situación en general: la delincuencia estaba a niveles en donde uno ni siquiera podía salir de su casa. Llegué a leer noticias de gente que salía tipo a las ocho de la noche y para robarles, les disparaban. Era muy peligrosa la situación, aparte están los problemas de los servicios básicos: de repente pasábamos una semana sin luz, casi dos meses sin agua, un mes entero sin internet… Conseguir gas era muy complicado y toda la situación en general del país… Era muy difícil seguir viviendo allá”, cuenta.

“Mi mamá me dijo: es momento de que nos mudemos por tu bien, porque no vas a poder terminar la carrera en Venezuela, lo más probable es que te quedes 8 o 9 años intentando terminar y no lo hagas. Lo mismo me dijo mi familia”

Hoy, Andrés ha cambiado el mar y la playa por otro ecosistema: una jungla de asfalto y edificios llamada Ciudad de México, la capital del país, que le ha permitido seguir estudiando. Emigró con su mamá, una tía y un primo como la opción más viable para concluir sus estudios; se quedó en Venezuela su papá.

Aunque aprecia la comida, los grandes monumentos y la arquitectura, Andrés Rafael califica su experiencia mexicana como “abrumadora”, especialmente por la diferencia en el tamaño entre su isla natal y la tierra que lo ha acogido.

Solo por poner un ejemplo, mientras en Margarita la población es de 600.000 habitantes, en la Ciudad de México viven 9,2 millones de personas pero, con la población flotante que llega a trabajar y luego se va, esta cifra supera los 20 millones. Es decir, la Ciudad de México es 15 veces más grande que Margarita.

“El tamaño de la Ciudad de México es abrumador. Yo estaba acostumbrado a vivir en una isla donde todo quedaba a media hora, a pasar a vivir en una ciudad donde el tiempo promedio (de traslado) es de una hora y media a cualquier lado, demasiada gente. Me ha sido muy difícil adaptarme“, confía el joven quien anhela concluir la educación universitaria y graduarse como ingeniero.

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